miércoles, 02 abril 2025

Abril, cuando la ballena blanca asciende desde el Atlántico para besar los cráteres dormidos de Lanzarote

Foto. Elpejeverde.com

S. Calleja

Hoy es 1 de abril y escribo desde Lisboa. La luz entra oblicua por la ventana atlántica y me empuja, con cierta melancolía, a recordar lo que sucede este mes en Lanzarote. No es un hecho institucional ni mucho menos programado por el Cabildo. No hay nota de prensa. No hay consejero de Medio Ambiente ni influencer en el volcán de moda. Sucede y ya está: las nubes acarician los volcanes.

Fue mi tío Agustín Blancas quien me lo contó hace muchos años, con un vaso de vino en la mano , en su bodeguita acogedora de La Vegueta. Tenía esa forma suya de hablar pausada, con frases cortas como el vino que servía: seco y claro . La tarde caía sobre la montaña de Tamia como si fuera una lluvia invertida. Y las nubes, sin hacer ruido, comenzaban a envolverla con una delicadeza que rozaba lo indecente. ¡Ah, Tamia! Esa vieja altiva que no necesita erupcionar para dominarlo todo. "Mira eso, Jucho", me decía Agustín, señalando a la gran Tamia, "hasta las nubes saben cuándo hay que callarse".

En abril, la isla se permite una coreografía que desmiente su aridez: las brumas se descuelgan de los alisios, resbalan por los riscos de Famara, se arremolinan sobre las laderas de La Geria y se rinden finalmente en los cráteres negros como si vinieran a lavarles el polvo del siglo.

Lo más grave de este fenómeno es su indiferencia institucional. En una isla que celebra día sí y día también cualquier gota de agua, ningún responsable político ha tenido la decencia de incluir esta caricia atmosférica en la lista de los milagros. Porque eso es: un milagro sin himno ni logotipo. Ni siquiera el programa de radio El Pejeverde, tan dado a contar información insular con su particular estilo, ha reparado en ello.

Las nubes no obedecen a los boletines de Turismo Lanzarote. Tampoco al plan insular de ordenación. Ni falta que les hace. Pero al que haya madrugado alguna vez y se haya asomado al Macizo de Famara desde Las Nieves, o haya subido a Las Peñas del Chache mientras la niebla se enreda en las pencas, sabrá que ese instante justifica por sí solo la existencia de esta isla.

Esta belleza sin responsable, sin selfie, sin calendario, le ha dado a Lanzarote algunas de sus postales más honestas. Lancelot digital registraba el caos en Guacimeta: vuelos desviados, visibilidad cero, turistas confundidos. Lo contaban con esa gravedad de quien cree que el clima está para obedecer al turismo. Pero allí estaban ellas: las nubes, borrando la pista como quien pasa un dedo por el cristal empañado de la historia. Canarias7, algo más sutil, hablaba del "baile de la niebla a los pies de Los Ajaches", como si el alisio tuviera algo de seducción antigua.

En Diario de Lanzarote se citaban incluso los atrapanieblas del norte, aquellos dispositivos casi alquímicos que buscan convertir la humedad en agua potable. La Provincia, algo más poética sin querer, incluyó una imagen de La Geria cubierta de nubes, como si fuera un edredón geológico para viñedos resistentes. Hasta los cronistas de El Confidencial, que a veces se pierden en los caminos de la península, se dejaron tentar por una foto de Tamia envuelta como una odalisca mineral.

Incluso Gustavo Medina, ese astrofotógrafo que debería tener una plaza con su nombre en Haría, dedicó uno de sus timelapses a estas apariciones. Foggy Landscapes, lo llamó. Paisajes de niebla, de misterio, de una belleza que no necesita permiso.

En fin, escribo esto para que quede por escrito. Porque me temo que dentro de poco vendrán a vendernos el mar de nubes como experiencia premium, con dron incluido y degustación de quesos veganos servidos sobre piedra volcánica reciclada. Y ese día, ustedes y yo sabremos que ya no hay nada que hacer.

 

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