Adultos que no saben comportarse y jóvenes que aprenden de ellos
Foto. Lancelotdigital
S. Calleja
El fútbol base se supone que es un semillero de valores. Trabajo en equipo, disciplina, respeto. Esa es la teoría. La práctica, en Lanzarote, es otra cosa. El partido entre el Orientación Marítima Juvenil B y el Victoria, jugado en el campo de "Las Piscinas" del Puerto de Arrecife, terminó en una batalla campal. Otra más. Aficionados enfrentados en las gradas, jugadores saltando a defender a sus familiares, insultos racistas, puñetazos y patadas. Todo ante la mirada de un árbitro que, impotente, optó por suspender el encuentro.
No es la primera vez que pasa. La semana anterior, en Puerto del Carmen, ya hubo otro enfrentamiento. Y, para más ironía, en medio de unas jornadas contra la violencia en el fútbol. La imagen es patética: adultos embravecidos, gritando y peleando, mientras los chicos que deberían estar aprendiendo del deporte observan y, peor aún, imitan.
Se dirá que la presencia de los padres en los partidos es fundamental. Que su apoyo es clave para la moral de los jóvenes. Que es bonito que un hijo mire a la grada y vea a su padre o a su madre aplaudiendo su esfuerzo. En un mundo ideal, sí. Pero en la realidad que nos ocupa, estos adultos no están para animar, sino para intoxicar. Para pelearse con el árbitro, con el rival, con cualquiera que ose cuestionar la grandeza de su hijo, como si fuera la final de la Champions y no un partido de juveniles en Lanzarote.
El problema es estructural. No se trata de incidentes aislados, sino de un patrón repetitivo que solo se detendrá cuando las sanciones sean ejemplares. En Galicia, por ejemplo, la Federación Gallega de Fútbol ha actuado con dureza contra padres violentos. Recientemente, una árbitra de trece años fue acosada durante un partido de prebenjamines en A Coruña. La denuncia pública de su madre dejó claro que el fútbol base necesita intervención, y que la tolerancia con los agresores debe ser cero.
Lo que ocurrió en Lanzarote exige respuestas. No basta con la indignación de unos días y luego volver a lo mismo hasta el próximo escándalo. Es hora de vetar a los padres que confunden el fútbol con una batalla tribal. Es hora de castigar a los equipos cuyos jugadores participan en trifulcas. Y es hora de recordar que el fútbol juvenil no es la guerra de los adultos frustrados, sino el juego de los jóvenes que todavía creen que el balón es redondo para rodar, no para golpearse con él.