La ciudad despide a Tana Hernández: su caso recordó que la accesibilidad es urgencia

Pejeverde

Su nombre quedó ligado a una batalla concreta y comprensible por cualquiera: poder salir de su casa. En 2010, con 20 años, un salto al agua en Costa Teguise le dejó tetrapléjico. Vivía en un segundo sin ascensor, en Valterra. Siete años casi encerrado, dependiendo de otros para lo básico. En 2018 llegó el elevador y cambió lo cotidiano: bajar a la calle, hacer un recado, sentir el viento de Arrecife sin pedir favores. Parece poco; para él fue recuperar vida.

Aquella instalación no cayó del cielo. Hubo empujones fundamentales de politicos como Leticia Padilla, empujones administrativos , discusiones de comunidad, papeles que iban y venían , una familia que no se rindió y medios de comunicación presaionando para que se diera luz a este problema. Tana convirtió un problema privado en una causa pública: la accesibilidad no como consigna, sino como llave de la nevera, del médico, del paseo con los sobrinos. A partir de entonces se le vio más, con la normalidad de quien por fin no llama a nadie para abrirse camino.

Su historia recuerda una obviedad que a veces se olvida: una ciudad es de todos cuando todos pueden usarla. Escaleras sin alternativa, bordillos imposibles, permisos eternos… Tana fue el espejo que obligó a mirar esas grietas. No hizo discursos; su argumento era práctico. ¿Se puede entrar y salir? Entonces vamos bien. ¿No se puede? Arréglense las cosas.

Hoy queda el dato duro —ha muerto por una neumonía— y una tarea pendiente: que su caso no se archive en la memoria amable de una noticia antigua. Arrecife, y cualquier administración con responsabilidades en accesibilidad, tiene en Tana un recordatorio claro de por qué hay que insistir en lo concreto: ascensores, rampas, mantenimiento, tiempos razonables. Menos promesas, más soluciones.

Descanse en paz, Tana. Aquí abajo seguiremos con lo suyo: que nadie vuelva a necesitar siete años para abrir una puerta.