El concierto que vacunó a Canarias contra el complejo
S.Calleja
Alegría pura: eso sentimos miles de canarios cuando Pedro Luis Quevedo, un joven que hoy bate marcas planetarias de streaming, detuvo por unos minutos su maquinaria para abrazar el folclore que le vio nacer. No es frecuente que un artista con millones de oyentes mire atrás con tanto cariño; menos aún que lo haga en público, sin temor a que un solo acorde de isa o de un timple arruguen su aura internacional. En la era de la globalización exprés, donde muchos esconden el acento como si fuera una mancha, la imagen de Quevedo invitando a Los Gofiones al escenario se ha convertido en un símbolo de orgullo isleño.
Sucedió la noche de este pasado sábado , cuando 41 000 almas llenaron el Estadio de Gran Canaria y la capital rozó el 90 % de ocupación hotelera: los pasajes de avión y de guagua marítima —permítanme la reiteración identitaria— se agotaron días antes para acudir a la cita.
Y, sin embargo, el mérito mayor fue poético. Bastaron dos canciones —“Somos Costeros” y “Gran Canaria”— para que medio estadio se convirtiera en romería y el resto del planeta, conectado en directo, aprendiera en tiempo real que el folclore canario no es una reliquia de salón de actos sino un latido que se sincroniza con cualquier beat de 808. Los Gofiones, fundados en 1968 para rescatar coplas orilleras, jamás habían cantado ante semejante océano humano, Quevedo, sin levantar la voz, les cedió la cresta de la ola con un gesto que vale más que mil proclamas institucionales.
Con ese abrazo intergeneracional, el trapero logró en minutos lo que algunos llevan décadas evitando: demostrar que honrar la raíz no resta modernidad, sino que la enriquece. Mientras tanto, abundan quienes cambian el “ustedes” por “vosotros” en cuanto se cruzan con alguien de fuera de las islas , o quienes rebautizan la “guagua” como “autobús” por miedo a parecer lo que no quieren. A todos esos , Quevedo les recordó que la singularidad nunca empobrece; al contrario, cotiza al alza en un mercado saturado de clones vocales e identidades prefabricadas.
Porque esto va de generosidad: de ceder focos, micros y followers a unos veteranos que, sin ese altavoz, quizá nunca hubieran alcanzado a la audiencia global que ahora los comenta en TikTok. Va también de coherencia: Quevedo ha viajado medio mundo sin perder la “s” aspirada ni la “ch” que se arrastra como calima suave , pero sin exagerar( escribo esto y recuerdo al gran Manolo Vieira); prueba de que el cosmopolitismo no exige renegar de la tierra. Y va, sobre todo, de orgullo: del orgullo de escucharse y reconocer la voz propia como un valor, no como un lastre.
Puede que dentro de unos años recordemos aquella noche como el momento en que Canarias entendió que su folclore no necesitaba vitrinas, sino pantallas gigantes . Tal vez descubramos, con un punto de ironía, que una colaboración improvisada hizo más por la transmisión de nuestras coplas que un trimestre entero de asignatura optativa. Sea como fuere, la escena queda para la posteridad: un estadio coreando isas mientras un DJ lanza samples, y un muchacho de barrio aplaude emocionado con gafas oscuras y smoking. Ver eso sin que se le erice a uno la piel.
Brindemos, entonces, porque la próxima vez que alguien dude del valor de hablar canario, podamos señalar este concierto y decir: ahí está la prueba, viva y palpitante, de que lo nuestro no es rémora sino distintivo. Y terminemos con un deseo sencillo: que nunca falten artistas dispuestos a recordar al mundo, entre versos y tarareos, qué significa ser de estas islas sin renunciar a volar alto.