El absurdo de Arrecife: una piscina en el mar donde no se puede nadar
Foto.Elpejeverde.com
S. Calleja
Decía un anónimo francés que el público solo respeta a quien toca la flauta porque no sabe cómo hacerlo. En Arrecife, el que toca la flauta es la burocracia: un ente gris, implacable, que lleva décadas evitando que la ciudad recupere su conexión natural con el mar.
Arrecife, nuestra capital de Lanzarote, está bañada por el Atlántico, pero sus gentes han sido condenados a mirarlo desde la distancia. Se nos ha hecho creer que acceder al mar es un lujo, cuando en realidad es un derecho natural de toda ciudad costera. Desde la playa de La Concha hasta el muelle de Los Mármoles, existe una sucesión de espacios desaprovechados, barreras artificiales y proyectos inconclusos que han transformado la relación entre Arrecife y su litoral en una tragicomedia de la ineficiencia administrativa.
El Parque Islas Canarias pudo ser el comienzo de un renacimiento. Se intentó hacer un espacio que acercara la ciudad al mar. Pero el resultado fue una chapuza arquitectónica, un engendro de hormigón y madera mala que ahuyenta en lugar de invitar. No se creó un acceso amable, sino un espacio olvidable, donde el baño parece una actividad subversiva.
El Islote de la Fermina es el símbolo perfecto del absurdo burocrático: un sitio con piscina donde está prohibido bañarse. Es difícil imaginar una paradoja más refinada. La norma, como en tantos otros casos, no responde a la razón sino al fetichismo del reglamento. Y, mientras tanto, la gente sigue buscando alternativas precarias para disfrutar del agua.
El muelle de la Pescadería, un rincón encantador para el baño en marea llena, sigue sin ser acondicionado para un acceso seguro. Bastaría con una inversión mínima para convertirlo en un punto de encuentro ciudadano. Pero como decía un crítico de arte, “el público francés es casi insoportable, porque ante un cuadro se cree que entiende más que el pintor... ¿Sabe usted lo único que el público francés respeta?”. En Arrecife, la respuesta parece ser el reglamento antes que el bienestar ciudadano. Mientras tanto, el dinero público fluye hacia proyectos inútiles y costosos, en lugar de garantizar algo tan simple como que la gente pueda disfrutar del mar sin jugarse la vida.
El Parque Viejo es otro ejemplo de abandono: sus escaleras, cubiertas de orina y herrumbre, dan la bienvenida a quienes osan intentar disfrutar del mar. Un reflejo más del desprecio institucional hacia los ciudadanos, que deben conformarse con bañarse en condiciones indignas mientras la burocracia sigue debatiendo la cuadratura del círculo.
Una esperanza (tibiamente) abierta
La reciente iniciativa del Ayuntamiento de Arrecife para recuperar la playa sepultada en La Boca del Muelle es un paso en la dirección correcta. No solo porque restituye un pedazo de historia urbana, sino porque simboliza un cambio de mentalidad: la ciudad no puede seguir dándole la espalda al Atlántico. La dirección artística de Ildefonso Aguilar y el compromiso municipal pueden convertir este proyecto en un modelo de cómo se debe recuperar el litoral. Pero para que la iniciativa tenga éxito, es imprescindible que las instituciones de Costas y Patrimonio dejen de comportarse como los guardianes de un tesoro que solo ellos pueden decidir quién toca.
Este es el gran dilema: cada vez que se propone una mejora en el acceso al mar, surge el coro habitual de críticos que claman que el dinero debería ir a los barrios. Como si acercar la ciudad al mar fuese un lujo elitista en lugar de un beneficio para todos. Es el discurso de los acomplejados, aquellos que ven en cada mejora una conspiración contra los desfavorecidos en lugar de una oportunidad para elevar la calidad de vida general. La mentalidad del freno, de la sospecha y del conformismo que prefiere que todo siga igual porque cambiar implica reconocer décadas de abandono.
Arrecife tiene dos opciones: seguir rindiendo pleitesía a la burocracia o recuperar su esencia marinera. Ciudades como San Sebastián, Barcelona o Cádiz han entendido que el acceso al mar es una cuestión de civilización, no de privilegio. Si se sigue esperando el permiso de quienes nunca han querido otorgarlo, dentro de otras décadas seguiremos preguntándonos por qué una capital atlántica sigue actuando como si estuviera en mitad de un desierto.
El mar es del burócrata, pero aún podemos arrebatárselo.