Arte en fuera de juego: la cerámica convertida en trofeo político
S.Calleja
Suena el timbre imaginario del recreo y, de golpe, la clase se convierte en patio de colegio. Por la puerta norte irrumpe un chiquillo arrogante vestido de rojo, brazalete impecable y comunicado de prensa recién impreso: “¡Mira mi pelota, es la más grande, la he descubierto yo solito!” grita entre gallitos mientras señala, ufano, el mural de cerámica que César Manrique diseñó en un local de la calle Santa Cruz de Marcenado, allá por 1954. Cinco minutos más tarde —cronometrados— entra otro niño repelente trajeado de azul celeste: “¡Serás mentiroso! La pelota es mía, el alcalde Almeida la cuida porque yo se lo he pedido… ¡quítate de ahí, bobito!” Y así, sin siquiera haber inflado la pelota, PSOE y PP se enganchan del flequillo por ver quién presume más fuerte de custodiar la obra olvidada del artista lanzaroteño más universal. El juego es tan estridente que cuesta recordar un detalle histórico elemental: en 1954, cuando Manrique moldeaba azulejos como quien inventa constelaciones, ni el Partido Popular existía en España ni el PSOE estaba organizado en Lanzarote como hoy lo conocemos. El socialismo insular, por aquel entonces, era apenas un murmullo clandestino o ni siquiera eso; la derecha se articulaba en otras siglas y contextos. El mural precede, pues, a la estructura partidista contemporánea que hoy se disputa su paternidad simbólica.
La coreografía es de manual infantil. Los socialistas lanzan primero el bote de humo: proclaman “trabajo coordinado” entre Cabildo, Congreso y Asamblea de Madrid, exhiben moción unánime, PNL y trámite para declarar el bien como BIC. Se sacan la foto con sonrisa de matrícula de honor y sueltan la frase que estremece las aulas progresistas: «Defender a César es defender la cultura y el modelo de isla que nos legó». Poco importa que la Ley 16/1985 de Patrimonio Histórico ya ponga paraguas sobre cualquier obra valiosa o que el expediente BIC sea, en la práctica, un blindaje que se tramita con la parsimonia de un barco de vela. Lo imprescindible es colgarse la cinta dorada antes de que otro lo haga.
Pero el PP responde con idéntica ansia. Presenta su nota apenas humeante: celebra la “sensibilidad” del Ayuntamiento de Madrid, aplaude la suspensión de obras durante un año y advierte contra “soluciones recurrentes” que, si se convierten en BIC, podrían obstaculizar la conservación. Traducción de chiquillo: mi pelota quizás no sea tan grande, pero bota mejor. Aludiendo a “experiencia” y “viabilidad”, los populares intentan amputar el entusiasmo socialista sin clavar un solo dato técnico nuevo sobre la mesa. La pelea se vuelve de patio: un arma arrojadiza de cromos verbales sin aire de fondo.
En mitad del barullo, algunos miran hacia la Fundación César Manrique, esperando que actúe de árbitro. Pero la FCM, que nació peleona y activista, inclina instintivamente la mirada hacia la bancada roja: lleva años mostrando más sintonía con Dolores Corujo que con Astrid Pérez, más complicidad ideológica con La Moncloa de Sánchez que con la de Feijóo. No es un secreto ni una falta: la organización se declara apartidista, sí, pero sus posicionamientos sobre turismo, energía o territorio acostumbran a rozar con ternura el costado socialista y a mirar con recelo el popular. De modo que, cuando el PSOE proclama “hoy podemos decir que el mural será protegido gracias a nuestra acción”, la Fundación asiente; en cambio, cuando el PP advierte de los riesgos de un BIC, la casa de Tahíche frunce el ceño. El círculo se cierra: los rojos se arrogan la exclusividad moral y los azules denuncian la parcialidad arbitral.
Detrás de la chiquillada subsiste el hecho duro: el mural—aquí sí conviene fijar cifras—mide alrededor de cuarenta metros cuadrados, se adhiere sobre una mampostería de los años cincuenta y requiere, según estimaciones preliminares de ceramistas madrileños, una inversión mínima de miles de euros para limpieza, consolidación y sellado de juntas. Ninguno de los comunicados menciona el coste ni la fuente de financiación. Tampoco revelan si habrá plan museístico, cesión temporal, traslado o conservación in situ. Lo fundamental, por ahora, es quién alardea más alto de la pelota. El arte como trofeo de vanidad.
Y todo ello sucede mientras los votantes —que no somos criaturas, aunque a veces nos traten como tales— recibimos la refriega a través de notificaciones en cadena. Uno lee “trabajo coordinado… proteger el modelo de isla” y casi huele la penca guisada; pasa la pantalla y se topa con “sensibilidad de Almeida… opciones legales concienzudas” y suena la campanita de contrapunto. En esa neblina de arengas, la pelota-mural cobra volumen mitológico: ya no es cerámica, es balón de reglamento FIFA, copa del mundo y santo grial, todo en uno.
Entretanto, la realidad sigue su curso de manera prosaica: el Ayuntamiento madrileño ha aplicado la figura de suspensión cautelar porque así lo dicta el procedimiento cuando un inmueble en fase de estudio patrimonial entra en el foco mediático; el Cabildo lanzaroteño ha elevado petición de compra al Gobierno autonómico, pero la partida presupuestaria aún no existe; y la Dirección General de Patrimonio del Ministerio de Cultura tiene sobre la mesa decenas de solicitudes BIC más urgentes y menos ruidosas. Sin embargo, para el relato electoral, nada de eso importa. Lo crucial es haber marcado el primer gol, aunque sea en fuera de juego.
Que nadie se equivoque: el legado de César Manrique merece protección seria, silenciosa y experta. Pero este espectáculo de “¡mi pelota es más grande!” revela una pulsión política arcaica: apropiarse del prestigio cultural para engordar el capital simbólico propio. El artista, que luchó contra la especulación , que denunció la “sociedad de consumo histérico” antes de que existiera Instagram, estaría boquiabierto ante tanta comedia. Recordemos su frase: «Mi compromiso es con la belleza, no con la propaganda».
Y así volvemos al patio. El timbre suena de nuevo; recreo terminado. Los dos chiquillos guardan la pelota en la mochila soñando con la próxima altanería. El mural aguarda quieto, con sus esmaltes ajados y su aire de pieza poscolonial, a que un restaurador de verdad examine fisuras y sales. La Fundación seguirá vigilante, inclinada donde le dicte la querencia ideológica, y la ciudadanía rezará para que, antes de la próxima campaña, alguien hable de fichas técnicas y partidas concretas. Porque al final la pelota —no está de más repetirlo— no es de los rojos ni de los azules. Es de quien la cuide. Y, por desgracia, los balones descosidos suelen pincharse entre tanto manoseo partidista.