viernes, 15 noviembre 2024

Nadie canta sus hazañas, pero ahí está Guillermo , en la zona cero

Foto. Guillermo en el centro

S.Calleja

En estos días de angustia y desolación que han inundado la Comunidad Valenciana con la furia implacable de la DANA, una figura atraviesa el desastre con la convicción del compromiso puro. Es Guillermo Uruñuela, periodista de Lancelot y compañero en Lanzarote. Sin estruendo ni miradas en su dirección, sin medios ni recursos de equipo, él mismo se convirtió en cronista del horror para quienes necesitamos entender esta tragedia. Si hubiera un solo periodista a quien pudiéramos describir como un Ishmael moderno, es a Guillermo. Ishmael, ese personaje inolvidable de Moby Dick de Herman Melville, que se embarca en el Pequod atraído por la fascinación del mar y la inexorable voluntad de contar lo que allí habita. Como él, Guillermo llegó al epicentro de la catástrofe sin más pertrechos que su ética y su incombustible vocación de narrar lo que nadie quiere ver.

 

Guillermo no iba en busca de una gloria personal ni de reconocimientos. Todo lo contrario: él sabía que su viaje sería largo y, seguramente, no apreciado. Pero sabía también que este era su deber, y lo asumió, aun cuando se enfrentó a los escollos de la logística y los obstáculos de los vuelos retrasados, las puertas cerradas y los recursos negados. No eran estos impedimentos lo que podía detenerlo, sino la razón misma por la que había decidido ir: estar en la zona cero, con las botas en el barro y el móvil en la mano, grabando y transmitiendo la crudeza que otros solo podían imaginar a través de pantallas o comunicados oficiales.

 

Y como Ishmael cuando, solo y sin experiencia, pone un pie en el puerto de New Bedford para embarcarse en su primera travesía, Guillermo también comenzó su odisea sabiendo que no sería fácil y que, seguramente, no habría aplausos esperándole al final. Llegó a Valencia como llega un verdadero cronista: solo, sin más equipo que su teléfono y la férrea voluntad de documentar . Su odisea no tiene un barco ballenero ni una tripulación, solo él y su convicción, enfrentándose a la tormenta con una dedicación infatigable.

 

En un gesto tan desmesurado como propio de su carácter, Guillermo recorrió los ocho kilómetros a pie que lo separaban de la zona de operaciones, dejando atrás su coche alquilado y entrando, como Ishmael en el océano, en ese campo inhóspito que otros miraban con suspicacia y reserva. Vestido con su ropa de calle y sin más protección que una mascarilla, pisó el barro hasta la rodilla, recorriendo el camino a la tragedia con la misma obstinación con la que Ishmael, en el Pequod, se dirigía hacia la ballena blanca. Allí, en ese lodazal donde se encontraban los equipos de emergencia y los bomberos, Guillermo hizo lo que mejor sabe hacer: escuchó, preguntó y documentó el dolor de las víctimas, la devastación y el inmenso esfuerzo de quienes luchaban por contener las consecuencias de la tormenta.

 

Este es el Guillermo que pocos conocen, el amigo y compañero que no se conforma con contar desde lejos. Al igual que Ishmael, su verdadero valor no reside en el reconocimiento, sino en el deber mismo de relatar la verdad, aunque esta sea dura, aunque el barro y la incertidumbre lo acompañen, aunque al final del viaje nadie recuerde su nombre. Guillermo volvió de su misión con los pies llenos de barro y el cansancio en la mirada, pero con la satisfacción de haber contado lo que otros, desde la comodidad de sus oficinas, jamás podrían entender.

 

Que quede claro: Guillermo no está ahí por el aplauso ni por la lástima. Nadie le ha forzado ni ha exigido de él sacrificios, sino su propio respeto por el oficio, su deseo de saber y de mostrar. No hace falta que nadie lo admire; él sabe que, sin importar el reconocimiento, ese esfuerzo se convierte en una pieza necesaria. Y también, quiero decirlo,  a mí me apetecía contarlo, porque lo he visto, porque respeto a quienes me rodean y porque al final del día, estas cosas también son parte de lo que somos . Esto no es más que un recordatorio, para él y para nosotros, de que en la profesión que compartimos, contar bien las cosas no tiene precio.

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