miércoles, 11 diciembre 2024

Desde La Graciosa hasta Valencia: la historia de Enrique Toledo, un héroe en medio de la catástrofe

Foto . Elpejeverde.com/ Enrique Toledo ayudando a sus vecinos en un garaje inundado

S.Calleja

Cuando las aguas de la Dana arremetieron contra la Comunidad Valenciana, dejando a su paso destrucción y desesperanza, Enrique Toledo, un graciosero que ahora reside en Alacuás, se encontró en el epicentro de la tragedia. Con el temple de quien conoce la adversidad, Enrique ha narrado una historia que no es solo de pérdida y desolación, sino también de coraje, solidaridad y, por desgracia, abandono institucional.

Enrique Toledo, casado en Valencia y establecido en Alacuás, una de las localidades más castigadas por las inundaciones, se ha convertido en el testimonio vivo de una comunidad dejada a su suerte, esta mañana daba sus primeras declaraciones a un medio canario en el programa de radio Elpejeverde , dirigido por Pedro Martin y Sergio Calleja en Lancelot Radio. “Lo que es en Valencia capital está bien, aquí no ha pasado nada; pero en Alacuás y Aldaya, que es donde vivo, es un desastre auténtico”, afirma con tono contenido, aunque su indignación es palpable. Desde su primera llamada al programa, Enrique no solo habla por él, sino por cientos de personas que, como él, vieron sus hogares inundados, sus bienes arrasados y sus vidas volteadas.

Foto del barrio de Enrique Toledo tomada hoy por el protagonista para Elpejeverde.com 

 

 

“La gente aquí está muy cabreada, porque sí, todo el mundo se ha echado a la calle a ayudar, pero lo que es políticamente se han estado tirando la pelota unos a otros. Desde el primer minuto, debieron haberse mandado equipos de rescate y apoyo logístico”. La declaración de Enrique no deja lugar a dudas: la indignación se suma al sufrimiento de una población que, frente a la pasividad de sus administraciones, ha recurrido a la autoorganización y al espíritu de comunidad. Enrique recuerda cómo, apenas días después de la riada, la gente ya estaba sacando agua y barro de los garajes y las casas, mientras la presencia de autoridades brillaba por su ausencia.

La situación en casa de sus suegros ha sido especialmente angustiante. Tres calles más allá de su domicilio, el agua comenzó a subir sin piedad. “Mis suegros tuvieron que saltar por la parte de atrás de la casa, subirse por una escalera a otras viviendas, porque la casa se les inundaba completamente. Perder han perdido casi todo: el garaje, el sótano, la primera planta; todo quedó bajo el agua”, describe con una mezcla de tristeza y resignación. Enrique sabe que los bienes materiales pueden reemplazarse, pero el impacto emocional de ver tu hogar anegado es una carga que no se borra fácilmente.

“Por supuesto que valoras estar vivo, pero prácticamente han perdido todo, desde el sótano, que usaban como oficina, hasta el coche. Todo. Es una desolación absoluta”, relata Enrique. Sin embargo, agrega con cierta perspectiva estoica: “Miras al otro lado de la calle y ves casas con garajes llenos de agua, coches apilados unos sobre otros, y te dices: quizá no he perdido tanto, comparado con mis vecinos”.

La imagen de autos y muebles arrastrados por las calles estrechas, golpeando puertas y garajes hasta reventarlos, es difícil de borrar. Enrique no se cansa de repetir cómo la tragedia podría haberse mitigado si las autoridades hubieran actuado a tiempo. “Nadie vino, ni Protección Civil, ni bomberos. Solo la gente de la calle, que salió a echar una mano. Todo lo que se ha hecho ha sido por iniciativa ciudadana”, enfatiza.

Foto. Desde la vivienda de Enrique Toledo

 

 

 

La magnitud de la catástrofe revela, sin duda, la vulnerabilidad de la zona y la ineficacia de los sistemas de respuesta ante una emergencia de esta envergadura. Enrique narra cómo, en lugar de ver equipos de rescate, vio a civiles con escobillones, palas y rastrillos. “¿Para qué sirven tantas demostraciones de Protección Civil y bomberos si, cuando sucede una catástrofe, quienes salen al rescate son los mismos vecinos?”, se pregunta, y la respuesta implícita es dolorosa: el sistema les falló.

A medida que avanzan los días y la solidaridad espontánea da paso a la realidad cotidiana, Enrique empieza a ver el verdadero impacto de la tragedia en el día a día de sus vecinos. “Yo tengo la suerte de que mi trabajo está en Valencia y he podido volver a trabajar, pero conozco a muchos que han perdido su empleo y, sin luz ni agua, están atrapados en una especie de limbo”, comenta.

El impacto también ha alcanzado a los comercios locales, que han tenido que lidiar con saqueos y daños irreparables. “Los supermercados, por ejemplo, han sido un caos. Hubo saqueos al principio, y aunque algunos lograron reabrir, la situación es precaria. La calle donde vivo parece una zona de guerra: barro, agua estancada y vecinos tratando de limpiar sus casas con cubos y escobas. Esto no se acaba hoy”, sentencia.

 

 

Desde Lanzarote, su madre ha seguido el drama en contacto constante con Enrique. “Intento llamarles cada noche para tranquilizarlos, pero aquí las redes también son un desastre. En la ‘zona cero’ no hay cobertura”, relata. La distancia entre Canarias y Valencia no ha sido un obstáculo para el apoyo familiar, aunque las preocupaciones se mantengan vivas a cientos de kilómetros de distancia.

Con un tono sereno pero cargado de sentido común, Enrique concluye con una reflexión que parece dirigida a quienes toman las decisiones desde despachos lejanos: “Espero que los de arriba se den cuenta y ayuden. Esta situación no es algo que podamos arreglar solos; necesitamos respaldo real, no solo discursos de solidaridad”.

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