Una tasca, una fadista y un vino verde: Lisboa enamora a un isleño
Lisboa
S. Calleja
Lisboa 12 de abril 2025
La voz quebrada de una mujer sin micrófono hizo callar las cucharas. Una de esas voces que atraviesan el aire y lo perfuman. En la Tasca da Bela, un miércoles cualquiera —una quarta-feira, como dicen aquí—, aprendí que en Portugal el silencio no es ausencia, sino reverencia.
Lisboa nos recibió en septiembre con una luz distinta. Más suave, más líquida, más cargada de historia. Vinimos hace meses y nos acogieron como si fuéramos hermanos. Me refiero concretamente a Sofia y Davide —nuestros vecinos lisboetas— quienes nos trajeron hasta este rincón. Lo hicieron con la confianza de quien sabe lo que ofrece: “Se gostarem disto, não há volta a dar.” Sabían que este lugar atrae a los lisboetas de verdad, como ellos dois, y eso, en una ciudad que a menudo se viste para el turista, ya es una garantía de autenticidad.
La tasca se encuentra en la Rua dos Remédios 190, en pleno Alfama, barrio que sobrevive a los siglos como una isla de piedra viva. Allí, entre subidas empedradas y ventanas con ropa tendida, se levanta este local pequeño donde la música no suena: se respira.
Llegamos poco antes de las ocho —hora temprana para un canario, pero aquí las cenas se acercan más a los horarios británicos—. La puerta, discreta. Dentro, una penumbra cálida y olor a guiso lento. El murmullo de las conversaciones baja de volumen de forma natural, como si el lugar supiera imponer su propio tempo.
Doña Bela gobierna el local con una mezcla de rigor y ternura. Si hay algo que no se negocia en su casa es el silencio cuando se canta. “Aqui canta-se, e o silêncio é sagrado”, dice con firmeza. Y se cumple. Porque en ese espacio estrecho, donde caben menos de 30 almas, el fado no es un espectáculo: es un acto de comunión.
La cena empieza como quien se sienta en casa de una tía que sabe lo que te gusta. Un aperitivo que parece improvisado, pero que es puro equilibrio: bacalao rebozado con pimientos, aceitunas negras, quesos locales, pan rústico. Lo acompaña un vino verde que no pide permiso para repetirse. Y si prefieres blanco o tinto, también los hay. Te los sirven sin medida, botella tras botella, sin prisas ni miradas de reojo. Está incluido en el precio: 57 euros por persona, y no hace falta más. Aquí uno paga por una experiencia entera, no por raciones sueltas.
Aquí no hay carta, porque no hace falta. El menú es el mismo para todos, como en las casas donde se cocina con amor y sin pretensiones. Luego, antes de que el primer plato toque la mesa, se apagan las luces y aparece el fado. Tres piezas, tres silencios sagrados. Después, el bacalao a la brasa con su guarnición, seguido de una carne estofada que se deshace sin esfuerzo. Entre cada plato, regresan los músicos y los fadistas: tres canciones por ronda, como si la música marcara el ritmo de la cena. Y al final, tres postres distintos, todos deliciosos, como si quisieran asegurarse de que cada cual encuentre el suyo. Aquí, lo importante no es elegir, sino entregarse.
Esa noche aparecieron los músicos. La guitarra portuguesa —con su forma de lágrima— y la guitarra española. Nos tocó en suerte escuchar a José Geadas, cuya voz parece brotar de un pozo antiguo, y a Flávia Pereira, joven y luminosa, con una voz que no canta: acaricia, sacude, redime. Flávia Pereira, natural de Beira Baixa, se enamoró del fado hace unos años y en 2021 ya se consagraba como ganadora del Festfado, el mayor concurso de fado del Alto Alentejo, realizado en Ponte de Sor .
Entre canción y canción, la comida seguía su curso. Un poco de carne alentejana, postre de nata con canela, un último vino que entraba como un abrazo. Todo servido con una sonrisa sincera, sin esa urgencia que uno encuentra en otras capitales.
Y entonces, cuando los demás ya se habían marchado y solo quedábamos nosotros —Margarita, Davide, Sofia y yo—, Flávia y sus músicos se acercaron a nuestra mesa. “¿Querem mais um?” preguntaron. Y sin esperar respuesta, tocaron tres piezas más. Solo para nosotros. Sin pedirlo. Sin calcular. Como quien da lo que tiene porque sí.
Portugal es un país educado. En lo hondo. En las maneras. No necesita aplausos. En Lisboa, si prestas atención, aprendes otra forma de estar en el mundo. Más suave, menos ruidosa. Más verdadera.
Al salir, cruzamos Alfama bajo la luna. Las piedras, gastadas por siglos, brillaban como espejos viejos. Lisboa parecía hablarnos en voz baja.
Tal vez no era la ciudad. Tal vez éramos nosotros, que ya no éramos los mismos.